Girondo I
¡Todo era amor... amor! No había nada más que amor. En todas partes se econtraba amor. No se podía hablar más que de amor.
Amor pasado por agua, a la vainilla, amor al portador, amor a plazos. Amor analizable, amor analizado. Amor ultramarino. Amor ecuestre.
Amor de cartón piedra, amor con leche... lleno de prevenciones, de preventivos; lleno de cortocircuitos, de cortapisas.
Amor con una gran M, con una M mayúscula, chorreado de merengue, cubierto de flores blancas...
Amor espermatozoico, esperantista. Amor desinfectado, amor untuoso...
Amor con sus accesorios, con sus repuestos; con sus faltas de puntualidad, de ortografía; con sus interrupciones cardíacas y telefónicas.
Amor que incendia el corazón de los orangutanes, de los bomberos. Amor que exalta el canto de las ranas bajo las ramas, que arranca los botones de los botines, que se alimenta de encelo y de ensalada.
Amor impostergable y amor impuesto. Amor incandescente y amor incauto. Amor indeformale. Amor desnudo. Amor-amor que es, simplemente, amor. Amor y amor... ¡y nada más que amor!
Comentarios
En fin, tal vez no sepas que estoy enferma y que no pude salir en todo el fin de semana, que horrible, pero entrar a tu blog ya me hizo mejor . . .
Y creo que has llegado a una conclusión correcta. Supongo que la música de los trenes (como suelo llamarle), el "quetre quetrén" (como sueles decir), se debe a esa indispensable separación entre riel y riel, y que hablando de todo un poco, se debe a la dilatación del acero, como medio milímetro por metro con un delta t de 40°. Y digo indispensable porque sin esas milimétricas separaciones, aparte de que cuando hiciera calor las vías se contorsionarían como babosa en sal, el tren como lo conocemos perdería parte de su magnífica identidad y la vida de los usuarios se tornaría un poco menos sensible.
Saludos.